Tendría yo unos siete u ocho años. Fue en Conil; tenía un amigo que se llamaba como el actor: Miguel Ligero; andaba ese día con él, creo, desde la hora de la playa; es decir, desde muy temprano aunque separados por el tiempo de la comida; porque la merienda, ya se sabe que en los pueblos y en los años cincuenta, se buscaba por los huertos.
Era después de la puesta de sol y me pidió que lo acompañara a su casa, no recuerdo para qué; entramos en lo que se llamaba el comedor y me dejó allí sentado mientras desaparecía detrás de una cortina de red. Me fijé que en la mesa del comedor había una gran fuente con unos dos kilos de sardinas fritas que, con pan blanco y luego una gran rodaja de sandía, no es mala cena para una familia pobre. No había nadie en la casa; se supone que su madre había frito el pescado y esperaba en algún sitio la hora de que llegara el marido y los dos otros dos hijos de las faenas del huerto para cenar.
Cuando Miguel apareció por la misma puerta por la que se fue, se dirigió a la fuente de sardinas; cogió una, le miró la ventrecha y, con mucho cuidado, sacó la hueva y se la comió; entonces me pidió que me acercara y fue cogiendo las sardinas una a una y con delicadeza de cirujano, a todas les fue extrayendo la hueva y las fue poniendo sobre el hule de la mesa en un montoncito; cuando terminó con todas las sardinas, fue a la cocina, trajo un trozo de pan y me dijo: “esto pa nosotros”; y nos fuimos comiendo todas las huevas de sardinas antes de que llegara su madre. Exquisito el manjar el que me hizo probar y exquisita la manera de comer más que su familia sin que nadie lo notara.
Con el tiempo me di cuenta de todo lo que ese caso encerraba de muchas cosas: de afecto, solidaridad, ingenio, sabiduría, picaresca…Y según he ido conociendo nuevas generaciones, se ha ido formando en mí una pregunta ¿sabrá un niño de siete u ocho años de hoy, que una sardina tiene huevas y que se pueden comer?