Ni siquiera me atrevo a empezar esta carta con la habitual entrada de
«Queridos nietos»; porque no creo que haya nada que demuestre que entre nosotros
y vosotros haya algún cariño.
Nosotros nacimos en un país feo, gris, piojoso y lleno de órdenes. Nos
asustaban tanto, que lo que todos llamamos respeto y buenas maneras era miedo.
Cualquiera, desde cualquier ventanilla, era superior a nosotros y en el colegio
era muy difícil no recibir un reglazo, tirón de oreja o una paliza, según las
entendederas del educando y la bestialidad del educador; que no se daba cuenta
de que, después de la paliza, el torpe seguía torpe y el bestia cada vez más
bestia. Porque una paliza sólo modifica al que la da.
Con el discurrir de los años nos fuimos dando cuenta de que había otros
mundos en los que las cosas funcionaban de distinta forma y nos fueron entrando
las ganas de probar otros sistemas políticos; así que cuando al que mandaba se
le fue agotando su tiempo, unos con fuerza, otros con valentía, otros con prudencia, otros con
miedo y todos con ilusión y esperanza, fuimos probando lo que significaba tener
una patria libre, sin dictadores y en la que uno podía sentirse como un habitante
y no como un huésped.
Pero no caímos en la cuenta de que la democracia no es tal si no nos
proporcionamos una manera de vigilar y aún castigar a quienes se sirven de
ella, al mismo tiempo que fuimos aburguesándonos con la satisfacción de que
todo estaba hecho; cuando la vida es como la labor que tejía Penélope, que
nunca se concluye.
Nos tiramos en el sofá con el mando a distancia con la satisfacción
contrahecha de que eran trofeos que habíamos conquistado; y nos rodeamos de
pobres bienes de consumo de los que empezamos a ser esclavos; mientras,
nuestros hijos crecían en un mundo de decorado sin recibir otra instrucción que no fueran las marcas de los
productos. No fuimos capaces de enseñarles que la salvación no puede ser
individual y que lo que tenemos, sólo se disfruta si todos lo disfrutan. No les enseñamos que cada uno nace con la obligación de cambiar el mundo (los buenos
intentando cambiarlo para bien y los malos para su provecho). Sólo han aprendido a tener un poco más que el vecino sin tener en cuenta de dónde
saliera eso; así que el teatro en el que nos movemos, cada vez tiene más decorado y menos guión que merezca la pena ser
interpretado.
Y ahora, vosotros, los nietos, no vais a heredar un país feo, gris y
piojoso. El mundo que heredáis está lleno de colorines y de aparatos digitales.
Donde había piojos pusimos ‘enfermedades raras’; el miedo lo cambiamos por
agresión y les estamos haciendo pasar a los maestros de hoy, lo que sufrimos
con los de ayer; pero os puedo asegurar que en lo demás, todo lo que vais a
recibir será peor que lo que nosotros recibimos. Por eso decía arriba que no
hay motivo para que nos tengáis cariño.