Hoy es el Día Internacional de la Libertad de Expresión. Esos días siempre los he repudiado porque suenan a marginación o a comercio (el Día de la Mujer Trabajadora, por ejemplo, para que nos acordemos, por lo menos, una vez al año de ellas, y el Día del Padre para vender corbatas); pero si la Prensa quiere recordar una vez al año que la libertad de expresión es una utopía, está en su derecho.
A mí lo que me preocupa es que hablamos de esa carencia de forma macroscópica; es decir: planteando que en Afganistán han matado a algunos periodistas y eso, por supuesto, es un ataque a la libertad de expresión; mientras se olvida lo doméstico, lo cercano: lo de aquí.
No quiero ponerme pesado, pero cuento mi caso porque es el que mejor conozco y no caben errores en él: yo escribí en un artículo que no me creía que el Nazareno hubiera quitado la peste o lo que fuera que atacó a Cádiz, y me tuve que despedir como articulista del Diario de Cádiz. Pero don Fernando Santiago, que es el abanderado de la libertad de expresión en Cádiz, dijo, con razón, que el Diario es una empresa privada y admite a quien quiera.
Basado en eso ¿No podría decir lo mismo el presidente de Afganistán? “Oiga, esto es un país privado y soberano y yo hago aquí lo que me dé la gana; y a los chivatos me los cargo; si no, que no vengan que yo no he llamado a nadie”. Sería duro, ¿verdad? Pues los dos casos son duros; y si a un fotógrafo lo pueden matar de un disparo, a un articulista le pueden arruinar su vida en su propia ciudad y sin defensa.
No es que no haya que luchar por la libertad de expresión; es que hay que hacerlo de abajo a arriba escalón a escalón: primero lo pequeño sin olvidar, por supuesto, lo sonoro y mediático.