Tengo un amigo que tiene una hija lesbiana; de vez en cuando la veo con su pareja de la mano y me da mucha alegría verlas a las dos descaradamente contentas sacando su decisión de paseo.
El otro día me lo encontré y después del saludo protocolario le dije:
--Vi a tu hija hace poco—. Y con un retintín chungo me dijo:
--Iría con su “amiguita” ¿No?—. Le dije que sí; y le hice ver que me daba alegría verla. A él se le notaba que no estaba cómodo hablando de su hija. Y más para ayudarle a él que a ella, le dije que lo normal era que cada uno escogiera su camino y que debería estar orgulloso de que su hija tuviera la valentía de enfrentarse a toda esa gente retrógrada que sólo disfruta prohibiendo, tratando de insultar y poniendo etiquetas sin sentido en una sociedad que presume de moderna.
Él me miró con cara de no aceptar lo que le decía y me dijo:
--Mira Paco, el tío tiene que ser tío y la mujer, mujer. Y yo le pregunté que para qué; y me dijo:
--¡Para qué va a ser! Y como no salía de ahí, insistí. Y él ya me dijo que para vivir con decencia.
Entonces le dije que la decencia era una rémora y que lo que era decente para mí quizá no lo fuera para él; que lo importante es vivir con dignidad y esa sólo se alcanza con la libertad de elegir. Que si miramos para los demás a la hora de componer nuestra manera de vivir, no vivimos nuestra vida, sino la de los otros.
Yo me sentía un poco ridículo diciendo, a estas alturas, esas cosas; pero no tenía más remedio porque había topado con un padre del siglo XVIII.
Me dijo: “bueno, Paco, me alegro de verte” y se fue.
Creo que no le convencí. Me dio la impresión de que esa cerrazón le va a impedir acercarse a su hija para conocerla, recuperar su confianza y su cariño; pero me queda el consuelo de que su hija sí que sabe cuál es su camino y que le importa más su felicidad que las normas caducas.
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